lunes, junio 07, 2010

En la noche

Érase una vez un hombre amargado por la duda, el dolor y la rabia.
Cuentan que gustaba andar al anochecer por los caminos, pues esa soledad física le ayudaba a ahogar la soledad espiritual. Quién era o qué ocurrió en su vida no lo planteó nunca nadie, si este relato llega hoy a vosotros es fruto de la leyenda, el mito y el miedo en la noche.


Vagaba en la oscuridad, como siempre, sin luna ni estrellas, con lluvia. Buscando una salvación que nunca llegaba, anhelando la paz en su interior.
A un lado del camino algo  parpadeó, nuestro hombre lo miró con atención. Aquello volvió a brillar, como un guiño. Ahora había más.
Se aproximó y lo rodearon flotando, eran soles lejanos en la superficie de un estanque. Eran ojos brillantes de bellas mujeres, eran Lunas en un claro de la cordura...
Y de repente avanzaba por la espesura sin saber ni cuándo ni cómo había empezado aquello.
Y la respiración agitada por el esfuerzo forzaba la bruma a su alrededor.
Y los muertos. Fuegos fatuos. Danzaban enloquecidos. Guiñaban, desaparecían, se alzaban y se alejaban fundiéndose en la luz lejana frente a él.
Ahora la música flotaba nítida: cuernos y tambores, flautas y liras. Y gemidos, de viento y recuerdos.
Una hermosa cacofonía. Lo embrutecía, lo alteraba y confundía. Si sentía miedo no hubiera podido saberlo.
Un claro se abrió ante él, la cortina de lluvia no apagaba las hogueras de los allí reunidos, tal vez porque fueran los últimos vestigios de una vida lejana y perdida.
La miríada de llamas que, como luciérnagas, habían estado guiándolo hasta entonces, volaron hasta posarse en las hogueras que ardieron con mayor brío.
Y frente a él y a un lado y al otro, en un círculo abierto, danzaban los muertos: esqueletos que chocaban sus huesos y en frenesí se agitaban junto a los fuegos. Muchos de los guiños voladores perdiéndose ahora en las cuencas vacías de sus ojos, iluminándolas.
Y almas en pena y espíritus errantes exhalando lamentos y flotando merced del viento sobre el claro y sobre su cabeza. Murmullos que, perdiéndose entre las ramas agitadas de los árboles, se fundían en uno con la música.
Y bestias y demonios, en las sombras de más allá, braceando y arañando la corteza de los árboles. Algunos visibles únicamente como sombras en la nada y puntos fieros luminosos en la oscuridad. Gruñidos guturales que, bajo el resto de sonidos, helaban la sangre en las venas y erizaban el vello de nuestro hombre.
Y en el centro del claro, elevada sobre todo lo demás, cesando la lluvia, una sombra más intensa que las anteriores, absorbiendo la luz y creciendo en ella.
Silencio. La sombra alzó un farol, de repente cegador y luminoso, con el que leyó su corazón y su alma. Pero él también pudo verla, ahora como una igual; una monstruosa bestia. Terrible e inquietante, repugnante y atrayente a la vez. El Portador de luz.
Las nubes se retiraron, todo estrellas y luna creciente, y la Bestia estaba junto a él; pero era el hombre quien se había aproximado al interior del claro. El círculo, tras él, se cerró.
La luz del farol subió y subió, todo cuanto podía ver. La música volvió a su alrededor y huyó.
Nada intentó detenerlo, fue dejando atrás el claro, parecía flotar. Llegaría a salvo al hogar.
Encontró el camino, sólo debía seguirlo pensó lúcido. No se sentía cansado...

Su sorpresa fue enorme, allí había otro hombre, lo miraba extrañado. Quiso avisarle, pero aquél echó a andar por donde él había venido. Gritó mientras lo acompañaba, no debían ir para allá. Pero no podía advertirle, no era sino otra luz más, guiñando sin destino, junto al nuevo desafortunado.

Y es que, algún día,
todos los hombres aullarán a la Luna.

sábado, junio 05, 2010

Quien no espera

Quien quiera que fuese que estuviera llamando podría esperar.

Con el pulso errático sostuvo el espejo mientras tanteaba en sus bolsillos, buscaba la pequeña bolsa de plástico cargada. El teléfono atormentaba su mente mientras espolvoreaba la fina sustancia blanca sobre su reflejo.
Un rostro sudoroso y de marcadas ojeras se perdió tras la droga, dura metáfora, y sus manos trabajaban ahora en formar con una tarjeta una hilera de necesidad y dependencia... Acabó y el teléfono calló. Como una oruga blanca, cruzaba su cara en el cristal.

Se miró impotente y atormentado. Había luchado contra ello, quizá un poco más...
“Aún puedo no hacerlo” pensó mientras la oruga se mecía al son del cristal sobre sus rodillas.
Cerró los ojos con fuerza, necesitaba recordar el motivo por el que quería dejarlo; si lo recuperaba quizá renaciera la fuerza. Pero sabía que su oruga seguía frente a él y no podía pensar en otra cosa; y como a Alicia en un mundo inventado, su oruga lo engrandecería… y lo engulliría a una estrechez, en una brecha, donde seguro se ocultaba ese gato que era todo sonrisas y fatuos consejos.

“Aún puedo no hacerlo” pensó mientras la oruga se arrastraba por sus fosas nasales.
El teléfono volvió a sonar y con el pulso aún alterado tomó el auricular del salón.